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  • Sin embargo poco tiempo tardar en

    2019-04-29

    Sin embargo, poco tiempo tardará en confirmarse lo intuido desde el primer momento, esto es, que todo lo concerniente al fenómeno Jusep Torres Campalans es rigurosamente incierto y que semejante individuo no ha existido jamás en carne y hueso. En el suplemento cultural del diario Novedades del 14 de julio, en efecto, Aub confiesa haber extendido sus habilidades dramatúrgicas más allá de lo estrictamente teatral y se reconoce responsable de la descomunal engañifa desde la primera idea hasta su forma expositiva y de los cuadros mismos order niclosamide la gestión del conjunto de complicidades que arropa la iniciativa (Anónimo, 1958b: 1). Forzoso es mencionar, de entre ellas, la impagable contribución de Jaime García Terrés y Carlos Fuentes, autores de un folleto de dieciséis páginas donde, bajo el nombre de Galeras, se recoge “lo publicado y censurado de las opiniones” (García Terrés 2000: 195) de una veintena de periodistas, intelectuales y artistas acerca del pintor. No es poco mérito que ambos escritores logren imitar en piezas de distinta extensión el tono característico de, entre otros, Elena Poniatowska, Octavio Paz o Xavier Icaza, y aunque este engaño por delegación, esta sublime “imitación dentro de la imitación”, marca un hito dentro de la mise en scène urdida por Aub, es sólo uno de tantos, como se verá. Sacando rédito de la martingala promovida en su seno, Excélsior va dando cumplida noticia de las secuelas del caso, que como es lógico no paran de sucederse: lo mismo acoge la carta enviada por una de las víctimas directas —un tal Francisco Camps Ribera, comprador de uno de los cuadros, que en su descargo aduce que las obras en exposición le “parecieron excelentes y dotadas de una sensibilidad poco común” (Camps, 1958: s. p.)— que atiza el fuego con crónicas sensacionalistas del tipo “El escándalo artístico de J. T. Campalans” (Anónimo, 1958c: s. p.), propala el bulo de que el auténtico autor de los cuadros es nada menos que André Malraux —quien habría dado en imitar a los pintores que iba incorporando a su ensayo El museo imaginario (Zendejas: 8)— o da cabida a airados artículos como el de Margarita Nelken, cuyo titular “¡Respeto al arte!” no deja lugar a dudas sobre el cariz de su queja (Nelken, 1958: s. p.). Precisamente los argumentos esgrimidos por la antigua contertulia de Aub nos sitúan sobre la pista de las implicaciones de la fabulosa empresa promovida por éste y permiten caracterizar el artefacto en su conjunto, puesto que atañen a los tres grandes componentes artísticos puestos en juego, el teleológico, el escénico y el morfológico, núcleos de estudio de este trabajo aunque, como se verá —y no por capricho, sino por necesidad—, de manera un tanto campalasiana, es decir, abierta y desigual.
    Aunque mucho se ha escrito acerca de los propósitos que persigue Max Aub al concebir y desarrollar la operación Jusep Torres Campalans, para Nelken la cosa no admite dudas: nos hallamos frente a diabetes mellitus una burda comedia del arte de vanguardia, ante una cruel banalización de aquella “etapa heroica del arte no ya sólo francés, sino universal” (1958: s. p.), que precisamente sustenta su heroicidad en “los sacrificios, miserias y mofas sufridas por un puñado de renovadores de las tendencias pictóricas occidentales” (1958: s. p.), es decir, en maltratos parejos al que ahora se le está infligiendo. Nelken detecta en todo el asunto un golpe de mano contra la modernidad, otro más, “ya que las carcajadas ante los maestros de la llamada Escuela de París, símbolo de fariseísmo pequeño burgués, datan de varios lustros y no hay hoy, ni en París ni en ninguna parte, nadie medianamente culto que se atreviera a tomar a chacota —y mucho menos para utilizar una publicidad de bajos vuelos—, ni a un Picasso ni a un Braque” (1958: s. p.). Con el arte de vanguardia no se juega, decreta la intelectual española, Fácilmente advertimos que este contraataque se plantea en términos vanguardistas en su más estricto sentido, dado que el desprecio hacia la tradición constituye el mandamiento número uno de todo catecismo moderno y ya en 1909 los futuristas lo incluían en el suyo bajo el nombre de antipassatismo, aunque a Nelken parece escapársele que el objetivo primordial de Aub no es otro sino exactamente el mismo, atentar contra lo instituido, tomando como tal no ya los viejos usos y costumbres del pueblo o de la academia sino la tradición de lo nuevo, la mitología de una modernidad cuyo Olimpo recién estrenado desprende, a fuerza de sacralización, aires ya respirados. No se le oculta este refinamiento, por el contrario, a críticos como Pierre Mazars, cuando subraya el modo en que “todas esas exégesis digna, piadosa, solemnemente dedicadas a unos pintamonas de quienes nadie hablará dentro de veinte años, esas críticas metafísicas que pretenden que se acepte no importa qué, Max Aub las ha fijado como su objetivo” (11). De hecho, desdiciendo el citado prólogo —pieza que cumple, como todo en este entramado, un cometido funcional—, Aub reconoce en algún lugar que “no tendieron a más mis medios, como no fuera —de paso— a enseñar, con tan buen ejemplo, el cobre de tanta farsa pictórica montada en oro” (1970a: 1). No parece conforme Aub con que posiciones de poder, intereses comerciales o estamentos acreditados —la academia, la crítica y la historiografía artísticas— atrapen aves al vuelo y decreten qué hay en ellas de bueno, qué de valioso y qué de potencialmente duradero, y es a poner en evidencia estos manejos que iría destinada una patraña cuya efectividad se fía justamente al crédito que merecen el organizador y las prestigiosas personalidades e instituciones involucradas en ella, vale decir, al peso específico de una autoridad competente que, lo quiera o no, se está cuestionando a sí misma desde el momento en que accede a colaborar con el autor.